miércoles, 4 de abril de 2012

Del brillante físico que derivó en payaso

I.     Los habitantes de un humillado país pierden la cordura
II.    El tema se vuelve más sombrío según se suceden los días
III.   El país convertido en manicomio
IV.   No colaborar igual a traición
V.    Cruzando la frontera camuflado en un singular disfraz
VI.   Otro país, otra identidad, otra profesión
VII.  Encuentro con el amor entre bambalinas
VIII. La mano del diablo se extiende por todo el continente
IX.    El payaso y la bailarina huyendo de pueblo en pueblo
X.     Detenidos, alejados y entre rejas
XI.    Golpes, gritos, lágrimas, burlas
XII.   Maratón de los más fuertes hacia la libertad
XIII.  Amargo final de la carrera
XIV. Treblinka o el descenso a los infiernos
XV.   Resistir un día, una hora, un minuto más con tal de volver a verla
XVI.  Fin de la contienda. Resultado: 60 millones de muertos
XVII. ¿Dónde estás Romy?¿Cuándo volverás a bailar para mí?

viernes, 3 de febrero de 2012

A la humilde compasión

A TI
Incómoda cenicienta
Arrinconada en la trastienda de la gloria
Oculta bajo el fulgor de tu rutilante familia:
Libertad, equidad, justicia
Siempre enaltecidas, proclamadas, prometidas
Siempre después olvidadas.
Siempre traicionadas, desde todas las orillas.
A TI te ruego
Seno de la comprensión, la solidaridad, la empatía
No permitas que mi corazón te olvide
No consientas que mi frágil yo
A lomos de la  vana cobardía
De TI se avergüence.
Concédeme ser como TÚ
Libre y generosa
Valiente y digna

martes, 17 de enero de 2012

Semblanza de una emigrante española

      Es tan espigada  que si no fuera porque apenas rebasa el metro y medio de estatura,  el viento la quebraría.  Sus grandes ojos negros  resplandecen con una mirada risueña, cálida inteligente,   y  su boca chiquita se contrae, como la de una niña,  cuando algo la sorprende o  sus oídos se cruzan con la mentira. Su corta pero abundante cabellera blanca, tamizada de reflejos azules, contradice el destello de juventud  que irradia su rostro. Toda su imagen proclama que las penas que dibujaron su historia no la han derrotado.

      La guerra se llevó a sus padres y  con  ellos se alejó, demasiado pronto, su infancia. Sus  años de juventud coincidieron con el racionamiento, el hambre, la emigración. Tuvo que cambiar la escuela por la fábrica;  una fábrica de cerillas en la que de lunes a sábado  trabajaba,  a destajo,  durante  diez horas.

     Su sueldo sólo le daba para habitar un sombrío  y reducido cuarto,  y únicamente  podía alimentarse una vez cada veinticuatro horas. La mantuvo con vida el sueño que acariciaba su mente día y noche; abrir una tienda, su propia tienda.

      Una mañana con la determinación de hacer realidad aquella fantasía se subió a un tren, y setenta y dos horas más tarde caminaba por las calles de una ciudad en la que se habría perdido sin la brújula de su quimera.

      Regresó, mucho tiempo después, con una hija tan bonita como lo había sido ella aunque más alta, rubia y con los ojos azules. Nadie le hizo preguntas. Volvía exhausta, tan exhausta que resumió su devenir en el exilio con dos palabras. Nunca más.

      Al observar la ruina en la que,  a pesar de años de esfuerzo, continuaba anegada su tierra, se dijo  "el pan es lo último que dejan de comprar los pobres"   y abrió  una panadería en uno de los barrios más olvidados.  De esta forma  convirtió  la necesidad en virtud, pues tampoco ella,  con sus reducidos ahorros, podía instalarse en un lugar más próspero.

      Gracias a que en su tienda se fiaba, nadie en todo el vecindario se acostó nunca con hambre. Pasó una década y, contra todo pronóstico, la compasiva mujer pudo inaugurar otro comercio más amplio y  provisto de toda clase de víveres.
     
      En la actualidad su hija trabaja en la ONU como traductora, pero ella no desea alejarse de nuevo de aquél suelo que tanto añoró,  y va envejeciendo rodeada de sus vecinos que la quieren, que la cuidan, que no han olvidado.

martes, 10 de enero de 2012

Del lobo que naufragó en el agua de una mirada

      Bernardo tenía sólo 12 años y un pelo rubio ceniza que contrastaba con lo tostado de su piel y el color oscuro de sus grandes ojos siempre alertas. Alto, proporcionado;  todo en él insinuaba una inteligencia y energía desaprovechadas. Ni siquiera la pobreza de su ropa o el rictus amargo de su expresión le restaban atractivo.
      Todas las mañanas, de camino al lugar donde mendigaba, iba recogiendo cuántos periódicos  podía cargar a la espalda. Después,  desde su esquina, los entregaba    a cada una de las personas que compadecidas  le tiraban unos céntimos. Era ese tipo de prensa gratuita que se puede encontrar  en cualquier centro público  de la ciudad;  pero aquél acto le reconciliaba con sus manos tan vacías.
      Un día, un chico que, entre bromas y travesuras,  pasaba todos los días  por allí con sus amigos,  le tiró un billete con evidente desprecio. A pesar de ello,   el mendigo le ofreció uno de sus diarios, pero el muchacho lo dejó caer con repugnancia. Por la forma de desenvolverse en medio del grupo se apreciaba enseguida que era el líder de la manada; y por sus risas,  Bernardo supo que aquella aparente generosidad no significaba para ellos nada más que una burla.
-¡Eh tú, chico! Vuelve aquí -exclamó Bernardo aireando en alto el billete que el arrogante  muchacho, de edad similar a la suya, le había tirado
-¿Es a mi? -pregunto con desdén el interpelado
-Si tú -le desafió el mendigo
-Toma tu billete -añadió Bernardo, alargándoselo sin mirarle.
-¿Qué te sucede?¿Porqué no lo quieres? -le interrogó el líder incómodo.
Y sin darle tiempo para contestar -agregó, sólo céntimos han caído en esa sucia gorra, ¿acaso eres estúpido?
-Tu dinero apesta -contestó Bernardo lacónico
-¿Qué mi dinero apesta? ¡ja, ja, ja! Tiene gracia -rió histriónico el aparente benefactor
-¿Te has mirado alguna vez a ti mismo? Seguro que no, de lo contrario no te atreverías a decirme eso
      Bernardo no le contestó, con los ojos tan llenos de agua como si fueran dos océanos en miniatura y sin pestañear, rompió el billete en cuatro pedazos, los puso en la palma de la mano y sopló lo más fuerte que pudo sin dejar mirarle a la cara mientras tanto.
      Atónita y avergonzada la manada se alejó en silencio.
  

sábado, 31 de diciembre de 2011

Prisionero de mi sombra

      Lo descubrí el primer día de este invierno. En tiempos mejores yo tenía un buen trabajo y una casa acogedora, pero se la quedó el banco por no poder pagar la hipoteca, después  de haber perdido mi empleo a una edad incómoda.   Ahora me he convertido en un parado de larga duración, un sin techo; en definitiva, un indigente.
      Durante el verano no lo llevo mal porque en sus benévolas noches el cielo no resulta un mal techo, ni las estrellas malas compañeras, ni los árboles mal cobijo. Pero la última estación del año transforma la Naturaleza volviéndola cruel, sobre todo con nosotros los olvidados, los excluídos, los que rechazan todos los que nos ven,  clavados en las esquinas,  porque rompemos la estética eufórica de las ciudades.
      Así que harto de no interesarle a nadie, hambriento y decidido a no pasar frío ni una sola noche, opté por dirigirme al Viaducto con la firme intención de saltar desde él y abandonar para siempre este mundo. Un mundo acogedor para unos cuántos seres humanos y tan hostil, sin embargo, para la mayoría de ellos. Pero cuando sólo me faltaba doblar una esquina para llegar al lugar donde deseaba hacer realidad mi deseo, advertí que estaba caminando en sentido opuesto.
      Hasta aquél día nunca me había sucedido algo tan extraño, aunque debo aclarar que a pesar de las circunstancias tampoco a mí, antes,  se me había pasado por la cabeza tomar una decisión tan radical.
      Mi asombro fue tan grande que tarde bastante en darme cuenta de lo que estaba sucediendo. No, no era que en mi camino se hubiera cruzado algún transeúnte piadoso que intentara quitarme la idea de la cabeza y alejarme de allí; alguién dispuesto a ofrecerme otra alternativa, un trabajo por muy humilde que fuese, por ejemplo.
      No, no, nada de eso. Cuando observé con atención pude ver que era mi sombra, mi propia sombra la que estaba tirando, con todas sus fuerzas, de mí. Al parecer, a pesar de todas las veces que yo la había visto titiritando pegadita a la pared o aterida a mis pies, ella no estaba de acuerdo con mi decisión.
      Decidí tomar otro camino para cumplir  mi proyecto, pero en cuánto me aproximaba a la zona, volvía a suceder lo mismo. Cansado de que se repitiera la escena, como si estuviéramos ensayando una obra de teatro, le planté cara dispuesto a machacarla a puñetazos hasta que cayera rendida, pero no lo logré. Más hábil  que yo, conseguía zafarse de mi puños con increíble agilidad. Imposible vencerla.
     ¿Que podía hacer?¿Denunciarla por acoso? Nadie me hubiera creído; ni yo mismo, al principio, podía creerlo. ¡Cuánto tiempo he vivido engañado! Me creía libre, pobre pero libre. Sin embargo no era cierto, hoy conozco la verdad. Sin necsdidad de encerrarme entre barrotes, ni llenarme de cadenas, ni esposarme siquiera, soy su prisionero.
     Y aquí estoy, ahora, a las puertas de este albergue, esperando que,  al menos, esta noche haya un lugar para nosotros. Y a ver si, mientras tanto, se me ocurre que puedo hacer para librarme de esta testaruda.
      De momento la veo muy tranquila

martes, 27 de diciembre de 2011

Norte/Sur

      Ana, desde niña, se había imaginado Africa,  llana, seca, amarilla... Por eso  ahora,  miraba el  paisaje majestuoso  que sobrevolaban algo avergonzada; como si aquellas montañas, de variados e intensos  colores  y   diademas blancas en sus cimas,  le estuvieran reprochando su ignorancia.

-¡Que bella es esta tierra, nunca me la hubiera imaginado así! -exclamó con entusiasmo

-Y además los negros vamos vestidos, ¿qué me dice de eso?, tampoco se lo hubiera imaginado  ¿no es cierto? 
     
     El sarcasmo procedía del hombre que pilotaba el desvencijado avión que había ido a recogerla y que, cargado de paquetes, la llevaba a su destino. Un territorio situado entre dos  países asolados por una guerra que había comenzado diez años antes.

      Ana, desconcertada,  buscó una respuesta conciliadora, pero no la encontró

     Pasados un par de minutos el piloto arañó de nuevo a su pasajera.

-No comprendo porque viene usted a este lugar. Los seres que se encuentran atrapados en él, sueñan con poder abandonarlo algún día. ¿Tan aburrida se encontraba en América?

     Desde el primer momento Marco se había mostrado hostil, examinándola con una mirada tan inteligente como altiva. Esta vez Ana, herida,  quiso contestarle  con la misma dureza, pero vaciló y después de reflexionar apenas un    instante,   respondió a la insolencia con otra pregunta

-¿Es la raza, o el sexo?

-¿Qué? No la entiendo -esta vez era  Marco el sorprendido

-Si, por favor, dígame que es lo que le disgusta tanto de mí, ¿la raza o el sexo?. Y pór cierto, no nací en América. Soy noruega.

-No importa de que rincón de Occidente venga, entre su mundo y el mio existen muchas diferencias.

-Pero entre nosotros, sólo  hay dos que a mi  me resultan evidentes. ¿No piensa contestarme?

-Su pregunta no tiene sentido y es incompleta. Amo a mi país, amo a mi gente -murmuró Marco. Y de nuevo se impuso el silencio entre los dos.
    
     En esta ocasión, fue la mujer quién lo rompió

-Sin embargo desprecia a los que  desean ayudarle ¿no es cierto?
    
     Ana se arrepintió enseguida de aquellas palabras que tenían más de sentencia que de pregunta. Temió la réplica, pero Marco como si no la hubiera oído insistió

- Amo a mi pais y deseo verle libre; libre y de pie, aún en medio de su pobreza. Eso es lo único que deseo decirle
    
     Ana, algo conmovida, suavizó el tono de su voz para confesarle

-Soy médico, por eso estoy aquí. Creo que puedo ayudar a sus compatriotas

      Pero Marco no aceptó la bandera blanca que Ana había enarbolado y, con tono airado, exclamó

-¿Es que no hay seres en su país que necesiten ayuda? ¿Acaso son todos altos, rubios, bellos,  sanos, poderosos...?¡Caramba, yo creía que el paraíso no existe, pero quizás he vivido equivocado hasta hoy.

      Un nudo apretó la garganta de Ana. Sus hermanos, con el deseo de que ella no se alejara del que había sido siempre su hogar, le habían hecho la misma pregunta  "¿Acaso, no hay personas aquí que te pueden necesitar Ana?, ¿Acaso, no hay personas  ...."  le repetía un eco lejano.
    
     En silencio, miró de soslayo al piloto esperando que el nudo se deshiciera pronto. El no aparentaba ser un hombre acomodado y tampoco tenía el pelo rubio, pero  era alto y de  bello rostro. De una belleza varonil que ni siquiera su hosco gesto ocultaba. Intentó imginárselo sonriendo y con una mirada cálida en sus ojos, pero le resultó imposible. El continuaba su diatriba cada vez más encendido

-¿Que buscan aquí?¿Qué pretenden?¿Aventuras, medallas, adquirir la experiencia que les falta... que necesitan? ¿Ha leído un libro titulado "Hombre blanco bueno, busca negro pobre"?. No, claro que no -respondió el mismo. Y sin detenerse un segundo añadió
-Pues es interesante, creáme,  muy interesante. Seguro que a uste no le va a gustar, pero aún así  debería leerlo. Intenta romper con muchos mitos.

     Y como si estuviera pensando en voz alta recitó "que pintorescos son ustedes,   que pintorescos;  por no decir que cínicos. Primero nos expolian y ahora regresan dándoselas de perfectos samaritanos".

-¿No está olvidando la responsabilidad de su pueblo, la de sus gobernantes, la suya propia? -pudo intercalar Ana.

-Sé lo que  insinúa. Que somo primitivos ¿verdad? Pues es cierto -reconoció con aparente humildad, pero enseguida recuperando su tono altanero y cargándolo de ironía añadió

-Pero estamos evolucionando con rapidez; hace algún tiempo nos pegábamos con palos, ahora compramos armas sofisticadas. No tanto claro, como las que el democrático Occidente utiliza cuando lo considera oportuno para sus intereses, pero eso es sólo porque no tenemos dinero suficiente para comprárselas.

-Expoliar, fabricar y vender armas, no es lo único que hemos hecho a lo largo de nuestra historia -rectificó Ana con gran enojo.  Yo también quiero decirle algo; sino fuera por el color de su piel, usted pasaría inadvertido en mi país. Es igual de prepotente que aquellos a los que acusa.

-En todo caso, el parecido no es intencionado -le interrumpió Marco, pero aquella ironía no pudo detenerla

-No se burle. Ni el dolor ni la injusticia reconocen fronteras, pero usted  no es capaz de ver más allá de su propio discurso y su propio sufrimiento. Se siente victima, sin embargo, ni las víctimas  son bondadosas por el simple hecho de serlo; ni por fuerza,  el sufrimiento hace mejores a las personas. Dígame, si en la actualidad no se dedicara a traer hasta aquí los alimentos, medicinas, ropa y todo lo que se les dona ¿de que viviría?¿o pretende que  crea que se juega la vida en este viejo trasto,  un día si y otro también, sólo por amor a su pueblo?

     Ana,  ni siquiera tuvo tiempo para  arrepentirse de sus palabras antes de que Marco le abofeteara los oidos con una tajante defensa, envuelta en la más despectiva de las carcajadas.

-Por  muy defraudada que vaya a sentirse,  le aseguro  que nunca me he dedicado y nunca me dedicaré a tocar el tan tan para entretener a los suyos.
   
     El silencio se podía cortar.

     En el fondo Ana no ignoraba  que aquél hombre tenía muchas razones que justificaban su manera de pensar;  y sabía, mejor aún,  hasta que punto ella no se encontraba en aquel lugar desinteresadamente. Pero le había dolido tanto la clasificación en la que se vió colocada que le fue imposible controlar la rabia. Por otro lado, le asombraba aquel dolor; hacía mucho tiempo que apenas sentía nada.

    Aún estaba dando vueltas a sus sentimientos cuando Marco volvío a dirigirle la palabra, en esta ocasión,  con un tono neutro, desconocido para ella.

-De todos modos, quiero pedirle algo. No juzgue a mi pueblo por mí actitud; sería injusto. La envidia engendra odio y las madres que va a conocer se que envidian la posibilidad que tienen los occidentales de darles a sus hijos todo lo necesario. Pero la miseria no cabalga a lomos del orgullo y,  además,  son seres agradecidos y hospitalarios por naturaleza. La recibirán bien.
    
     A estas alturas Ana consideraba inútil intentar aclararle que no buscaba agradecimiento, que desde el trágico accidente que  terminó con  la vida de su marido y la de su hija se sentía tan desheredada como los seres a cuyo encuentro iba. Que lo único que la movilizaba era la esperanza de dejar de ser el vegetal, o peor aún, el parásito en el que se había convertido.

    Hicieron el resto del camino en completo silencio. Pero después de aterrizar Marco preguntó

-¿Ha estado  antes en un campo de refugiados?

-No, contestó Ana, esperando una nueva burla.

-Dos meses, ha sido el máximo de tiempo que se quedaron aquí las personas a las que va a relevar ahora. Aunque no la creo capaz, yo la invito a que usted vaya más lejos y se quede hasta que todo este infierno haya pasado. Así,  además de sentirse útil,  podrá comprobar de cuántas formas  puedo ganarme la vida.

     Y trás su invitación,  la dejó en tierra como si fuera uno de los paquetes que traía para el campo. Pronto se vió rodeada por un grupo de personas dispuestas a recoger, a ordenar, a repartir lo que guardaba en su vientre  aquél pájaro de metal.  Incluso los niños ayudaban entusiasmados, pues en muchas ocasiones    alguna de aquellas cajas  estaba llena de juguetes. Ana  dejando a un lado el amargo viaje, se unió a ellos como uno más.

     Tuvo que pasar algo más de un año, para que aquél hombre tan herido le sonriera y le dirigiese aquella mirada cálida con la que había tratado de imaginárselo el día que le conoció. Jamás encontró en sus ojos gratitud, sino la complicidad del amigo, del compañero leal, imprescindible  para recorrer el largo y duro camino que los dos habían elegido. Y ...Ana volvió también a sonreir, pero nunca regresó a Noruega.

lunes, 19 de diciembre de 2011

La Montaña de Humo

     La chabola, construída con maderas viejas y paneles de chapa, se reduce a una habitación con un ventanuco; apoyada en la pared descansa una carretilla polvorienta. En el centro del cuarto una gran caja de cartón hace las veces de mesa; una cuerda de pared a pared sostiene algunas prendas a modo de armario y de tendedero. Completan el mobiliario, dos baúles, un infiernillo de gas, un colchón en el que duerme un niño y un lecho de cartones. A través de una remendada cortina, que  protege el interior de la vivienda  del calor, las moscas y las miradas ajenas, se cuela la luz del amanecer.
    
     Del lecho de cartones se ha incorporado una mujer que, por la agilidad de sus movimientos, parece aún joven, aunque es flaca, de deslucido color, pelo gris y ojos apagados. Sin embargo son ojos que se iluminan cuando se aproxima al peqúeño.

-Esteban, Esteban despierta cariño -le susurra entre besos.
      
     Pero el niño se da la vuelta en el jergón mientras ella le hace cosquillas a lo largo de su cuerpecillo  tan flaco y de mal color como el de su madre. El chaval no aparenta más de 9 ó 10 años, tiene carita de hambre y ojos interrogantes.

-Venga Esteban, pronto van a ser ya las seis de la mañana, tienes que levantarte.
-Tengo sueño, mamá, dejame un poco más.
-No hijo, no puede ser -contesta ella, tenemos que llegar pronto a la montaña, sino nos costará mucho más encontrar algo que valga. Venga, vístete mientras te preparo algo de comer; ya sabes donde está la ropa que has de ponerte. No la confundas con la de ir a la escuela.
-Yo no quiero ir más a la escuela, mamá.
-¿Pero qué dices, Esteban, quieres ser tan torpe como tu madre? Nunca te había oído algo así. ¿Qué te pasa hoy?

     El niño no responde. Con lentitud se va vistiendo mientras su madre extiende, sobre la mesa inventada, un  mantel descolorido aunque limpio, una escuálida vela que acaba de prender, dos tazas de loza descascarillada y dos cucharillas de plástico. Enciende el infiernillo, llena un cazo de agua y espera a que hierva.
  
     Vestido ya, el chaval se sienta a la mesa, en el suelo. La mujer le tiende dos de las tres rebanadas que guardaba en uno de los baúles. Con cuidado, pues la luz es insuficiente, llena de agua la taza de su hijo y machaca varias veces la bolsa de té con la cucharilla. Sólo después de unos minutos la deja en la suya. No hay azúcar.

     Un poco más tarde salen madre e hijo tirando de la carretilla; van vestidos con harapos y calzados con botas de plástico. Andan dos kilómetros hasta llegar a la montaña. Una vez allí, la mujer cubre su cabeza y la de Esteban con gruesas bufandas de lana, dejando  los ojos al descubierto y, armados con garfios de hierro que han traído en la carretilla, se lanzan a escarbar entre los desechos en busca de una lata, una botella de plástico, un trozo de hierro, un pedazo de aluminio,  un trozo de cable ... Todo aquello que admiten las empresas de reciclaje establecidas alrededor de la zona.

     De lejos, escondida en la noche y en su silencio, la montaña finge ser como una más de las que se elevan a lo largo del camino. Pero al acercarse a ella desaparece el engaño y su ferocidad queda al descubierto. Revestida de una espesa capa de niebla, ciega los ojos, pica la nariz, irrita la garganta y abofetea sin piedad con el hedor a podrido de la basura que la forma. Basura que llega allí, día trás día,  desde la ciudad.

     Cuatro horas después regresan los dos por el mismo camino con la mugrienta carga.

-¡Ala, hijo!, ahora descansas un poquito y te cambias de ropa para ir a la escuela -le dice su madre al llegar de nuevo a la choza.
-Yo no quiero ir a la escuela, mamá, ya te lo dije.
-Pero ¿Por qué hijo? Siempre te ha gustado ir, eres un chico listo; ya no nos engañan con las cuentas como antes. Vas a tu hora y luego te puedes quedar a jugar con tus compañeros; yo puedo ordenar todo esto sola.
-Tú no sabes nada -le grita Esteban alterado, no sabes nada -le insiste añadiendo más bajito, mis compañeros no quieren jugar conmigo; dicen que huelo a humo podrido.

     El tiempo es aún benévolo. En el río, la mujer está frotando la espalda de su hijo con un estropajo;  frota y frota con fuerza hasta que advierte su piel sonrosada. Y mientras .. sus ojos brillan como cristales.